Comentario
19/11/2018
Por: Carlos Alberto Mejía Cañas
Ingeniero Industrial y
Administrativo
El buen funcionamiento del
Estado, en todas sus ramas de poder y sus organismos de supervisión,
investigación y control, es una premisa básica, esencial e irremplazable, para
el buen desempeño de toda la sociedad en sus distintas actividades. No es
posible concebir la existencia de un Estado ineficiente, incompetente, corrupto
y derrochón, sin que el resto de la sociedad no sienta el impacto de semejante
desgobierno y falta de probidad. Por el contrario, el bienestar colectivo se
acrecienta cuando el Estado está conformado por entidades y personas
competentes, serviciales y eficientes, sin burocracias ni excesos y con
vocación de comunidad, no de intrigas politiqueras o de intereses particulares.
La interacción con el Estado
como un todo o con alguna de sus ramas, el ejecutivo, el legislativo o el
judicial, es una necesidad para todas las personas naturales o jurídicas en
desarrollo de las más diversas realizaciones. Por esta razón, la relación entre
los privados y el sector oficial debe estar rodeada de condiciones de legalidad
y cumplimiento, para ambas partes, tales
que permitan que las decisiones y las acciones fluyan y se desarrollen con
normalidad, trasparencia y eficacia.
Desafortunadamente, la
debilidad del Estado en su cumplimiento y su buen funcionamiento choca con dos
tendencias muy marcadas: la corrupción o los subsidios. Por el lado de la
corrupción, la connivencia entre funcionarios públicos y personas e
instituciones del sector privado para aprovecharse de los recursos públicos es
pan de cada día, y una fuente de desangres millonarios para las finanzas del
Estado, los cuales son parte muy sustancial de los déficit fiscales, a los que
estamos acostumbrados, además al ver las onerosas reformas tributarias que son
frecuentes y repetitivas en Colombia.
La corrupción se manifiesta por
muy diferentes medios y a través muchas maneras, tales como los contratos a
“dedo”, las licitaciones amañadas, los robos directos o el uso de las
capacidades y los servicios del Estado para beneficio privado y particular a
través de puestos públicos, remuneraciones fuera de toda órbita, sobre costos, cargos
no justificados, leyes o disposiciones amañadas o prebendas de todo tipo. Inclusive
torciendo el marco legal que deberían tener ciertas regulaciones y trámites
para favorecer un interés privado.
Desafortunadamente, también,
se han vuelto parte del desangre de las finanzas del Estado los subsidios, pues
todos los sectores económicos o los ciudadanos individuales estamos
acostumbrados a ver al Estado como un pródigo generador de subsidios, tales que
beneficien un interés particular. Prácticamente todo el que tiene alguna
dificultad recurrente o fortuita en su actividad quiere solucionarla con subsidios
del Estado.
Es cierto sí que una de las
misiones del Estado es ser generador de equidad para brindar apoyo eficiente a
la superación de problemas ocasionales o permanentes de prioridad nacional o de
carácter social, como en el caso de la educación, la salud, la recreación, la
cultura, el medio ambiente, la seguridad, las pensiones, las poblaciones
vulnerables, la vivienda de interés social, las zonas afectadas por problemas
de conflicto armado o por catástrofes de la naturaleza, etc. En algunos casos
se justifican y requieren también subsidios sectoriales transitorios para
desarrollo de sectores prioritarios como la producción de alimentos, la
infraestructura o las comunicaciones, por ejemplo, y así sucesivamente, todo
dentro del marco de lo comunitario o lo social, pero no del beneficio
particular o individual.
Sin embargo, se ha vuelto
costumbre que en todo tipo de actividad económica privada se perciba al Estado
como la “tabla de salvación” ante cualquier dificultad, y como consecuencia se
desvían los recursos de la comunidad para favorecer intereses individuales o
sectoriales que sólo atienden a la conveniencia de grupos de personas o
empresas particulares, quienes, una vez obtienen el subsidio, jamás compartirán
con la comunidad el beneficio, lo cual no es un fórmula de equidad y justicia
con el resto de la comunidad. Más grave aún, cuando el subsidio del Estado se
vuelve de carácter permanente, creando condiciones de privilegio y protección
que se enmarcan en lo no ético o lo ilegal.
Muchos son los tramitadores
(lobbistas) que existen en Colombia, es decir, el conjunto de individuos que
busca influir en un ámbito o en una entidad Estatal para obtener algún beneficio propio. A
partir de intereses en común, estos sujetos actúan como un colectivo para el
desarrollo de acciones que redunden en ventajas para sí mismos o sus
representados, en el cumplimiento de sus objetivos particulares.
No cabe duda que a través de
los subsidios del Estado, que no corresponden a intereses prioritarios de la
comunidad o son de carácter social, hay otra velada y eficaz forma de
corrupción.