Comentario
1/10/2018
Por:
Carlos Alberto Mejía Cañas
Ingeniero
Industrial y Administrativo
El duro camino que
enfrenta la administración de Iván Duque y Marta Lucía Ramírez pasa por la
asignación de recursos escasos y necesidades diversas que exceden con mucho las
disponibilidades, donde la determinación de prioridades y destinaciones es, en
esencia, un asunto complejo. De antemano, puede afirmarse que ninguna necesidad
podrá ser satisfecha completamente, y que todas son importantes, convenientes y
en algunos casos inaplazables. Examinemos los porqués para entender las razones
y las motivaciones que deben acompañar, en nuestra opinión, este proceso de
decisión.
La
realidad financiera y presupuestal de Colombia está muy apretada y en la
mayoría de los casos está amarrada a compromisos inflexibles e inmodificables. Se
estima que el presupuesto nacional tiene una asignación ya establecida del 80%
de su monto, debido a temas tales como las transferencias a los territorios, el
pago de las pensiones, los gastos de funcionamiento del Estado y el servicio de
la deuda pública (intereses y amortizaciones), entre otros.
El
presupuesto que está siendo aprobado por el Congreso para el 2019 asciende a la
suma de $259 billones, de los cuales $160.2 corresponden a transferencias y
gastos de funcionamiento (entre ellos, $31,1 a gastos de personal), $51,9 para
servicio de la deuda del Estado y sólo quedan $46,7 para inversión, es decir,
este último es un modesto 18%. No es difícil entender que la cifra de
inversiones es insuficiente para las necesidades de desarrollo en la dotación
del país en su infraestructura y modernización, tal que le permita ser una
nación que progresa y que es competitiva frente al resto del mundo. En algunos
casos hay sectores estratégicos que requieren para su desenvolvimiento más
apoyo del Estado como son la salud, la educación, la ciencia y la tecnología, la
atención a las poblaciones vulnerables, el sector agropecuario por la necesaria
suficiencia alimentaria, el combate al narcotráfico y los compromisos con la
paz y la seguridad del país, entre otros.
En
términos de la financiación de las erogaciones del Estado estamos frente a un
déficit que el Gobierno nacional ha estimado en cerca de $25 billones de pesos,
lo cual nos deja un gran dilema: ¿Cómo financiamos el faltante o dónde
recortamos para adaptarnos a los recursos disponibles? Profundizar el gasto
público y aumentar el déficit fiscal, que ya es el 3.8% del PIB, no será una
buena idea por los efectos negativos que produce en toda la economía y
especialmente en el aumento de la inflación y en el deterioro de la solvencia
de las finanzas públicas, salvo que los altos precios del petróleo nos ayuden.
Por
otro lado, tenemos un nivel de endeudamiento actual cercano al 46% del PIB, cifra
perturbadora, según estándares internacionales. Parte de esa deuda tiene origen
externo y por lo tanto está expresada en divisas que fluctúan con los tipos de
cambio, produciendo un efecto incontrolable de aumento de los pagos ante una
mayor devaluación, como la que ha sufrido el país en los últimos años[1]. Por supuesto, el servicio
de la deuda, por concepto de intereses y amortizaciones, compromete fuertes
sumas del presupuesto nacional. Y también, por consiguiente, mientras más nos
endeudemos, más fuerte será el cargo por el servicio de la deuda.
En
consecuencia, tampoco es solución eficaz el endeudarnos más a nivel Gobierno
pues ponemos el país en condición de fragilidad y debilidad ante cualquier
crisis interna o externa que se atraviese. Las turbulencias están por doquier
como para darle tiro a “torear” ese “toro” (guerra comercial a nivel
internacional, en particular USA-China, debilidad económica de los países
emergentes -en nuestra región, particularmente Brasil, Argentina, México, Perú,
Ecuador y Colombia-, inestabilidad política en muchas naciones, amenaza de
confrontación bélica entre algunos países, fluctuaciones de precios de las
materias primas y productos de exportación, cambio climático y fenómenos
naturales cada vez más destructivos, etc.).
En
el caso Colombiano, además, tenemos una gravísima inmigración de venezolanos, la
cual invoca toda nuestra solidaridad, pero excede nuestras capacidades, con un fuerte
efecto de contagio del deterioro económico de ese país por la extensa frontera
y los profundos nexos. Por desgracia, tenemos también una preocupante invasión
de cultivos de coca con todas sus consecuencias negativas, violentas y dañinas
para nuestra salud y economía. Esto, por desgracia también, se acompaña de inestabilidad
en el proceso de paz, el cual aún no muestra todas sus pretendidas ventajas
para el país y sus víctimas, y, por el contrario, deja nubarrones de
preocupación en el horizonte.
La
calificación de las agencias crediticias internacionales sobre Colombia ha ido disminuyendo
en los últimos años y ya se acerca a ser rebajada a un grado especulativo, es
decir, perder el grado de inversión, lo cual nos ha permitido acceder a fuentes
de financiación e inversión desde el exterior a costos razonables. Este sería
un efecto indeseado de una evolución regresiva de la economía colombiana de
llegar a presentarse. Por fortuna la evolución macroeconómica del país tiende a
mejorar y con el nuevo gobierno la confianza viene aumentando, lo cual facilita
las decisiones de inversión de los particulares para favorecer aún más el
crecimiento económico. Se estima que este año Colombia podrá crecer su PIB entre
el 3.0% y el 3.3%, según diferentes analistas, lo cual lo aleja del pobre 1.8%
del año 2017.
Colombia,
sin embargo, tiene un gran reto en la simplificación de los gastos del Estado
que representan cera del 30% del PIB, de los cuales se estima por parte del BID
(Banco Interamericano de Desarrollo) que el 4.8% corresponde a ineficiencias
por filtraciones en las transferencias, malgasto en las remuneraciones de
personal y compras públicas innecesarias, según su informe “Mejor gasto para
mejores vidas” publicado en La República el 24 de Septiembre del presente año.
[1] En el año 2010 el tipo de cambio en Colombia fue de 1.913,96 $/ dólar y
a Septiembre de este año cerca a 3000 $/dólar, es decir un 57% de aumento
(devaluación) aproximado en tan sólo ocho años.